jueves, 5 de abril de 2012

Grecia: Imponer la miseria





"There is a war between the rich and poor,
a war between the man and the woman.
There is a war between the ones who say there is a war
and the ones who say there isn't".

Leonard Cohen


Imponer la miseria


La desesperación se ha cobrado una nueva víctima en Grecia. Antes de ayer, Dimitris Chrisotulas -un farmacéutico jubilado de 77 años-, se quitaba la vida frente al parlamento pegándose un tiro. La carta que dejó antes de su muerte es explícita, y alude de manera directa a las causas de su decisión, realizando -al mismo tiempo- un diagnóstico de la situación económica y política griega:

"El gobierno de Tsolakoglou ha aniquilado toda esperanza para mi supervivencia, que estaba basada en una pensión muy digna que, yo solo, pagué durante 35 años sin ayuda del Estado. Y ya que mi avanzada edad no me permite un modo de responder activamente —aunque si un compañero griego fuera a coger un kalashnikov, yo estaría detrás de él—, no veo otra solución que darle este final digno a mi vida, ya que no me quiero ver buscando en los cubos de basura mis medios de subsitencia. Creo que esa juventud sin ningún futuro se levantará algún día en armas y colgarán a los traidores de este país en la plaza Syntagma, justo como hicieron los italianos con Mussolini en 1945".

Pocas veces una acción individual ha podido reflejar de manera tan fiel la situación general de un país, una coyuntura que obliga a sus ciudadanos, día tras día, a soportar las brutales presiones económicas y políticas impuestas por los motores del capital financiero europeo. Después de conocerse públicamente la tragedia y las últimas palabras del jubilado, el sentimiento de impotencia y rabia no ha dejado de crecer entre la población helena, que ha visto durante los últimos años como su democracia acababa convertida en un vulgar teatro de marionetas al servicio del FMI. Las manifestaciones y muestras colectivas de rechazo no se hicieron esperar; a las pocas horas de difundirse la tragedia, una multitud mostraba de nuevo su indignación en Salónica y Atenas, portando pancartas que hacían referencia no sólo a la muerte desesperada de un ciudadano, sino también a la verdad de la situación crítica de Grecia: "no es un suicidio, es un asesinato". Las farmacias del país, entre el luto y la huelga, también decidieron cerrar durante 24 horas por la pérdida de un compañero de profesión.

Lo que sorprende de la nota del malogrado ciudadano griego -arruinado por una política destructiva- no es tanto el sufrimiento y la desesperación presentes en sus líneas, sino la clara acusación al gobierno de "traidor" y su alusión al régimen de Tsolakoglou, el ominoso gobierno impuesto a Grecia durante la época de la "triple ocupación" en la Segunda Guerra Mundial. Alguno podría pensar que esta comparación es, sin más, la exageración de un individuo al borde del suicido, y que no hay nada más peligroso que realizar analogías históricas de este tipo, llevados por la emoción del momento y por la ira. No obstante, este diagnóstico, guste o no, adquiere sentido cuando es comprendido desde una perspectiva subjetiva, e incluso permite un análisis nada descabellado de la situación colectiva del país helénico. Se trata no tanto de comparar lugares históricos que son, de por sí, difícilmente homologables en su articulación concreta, sino de comprender las raíces subjetivas (y en parte objetivas) que permiten hacer análogos dos casos distintos de "ocupación": una militar, la segunda capitalista.


Un desvío histórico


Tsolakoglou fue, junto a otros generales que le sucedieron, uno de los ejemplos más vergonzosos del colaboracionismo griego durante la ocupación alemana, italiana y búlgara que sufrió la Hélade desde 1941 hasta 1945. Durante ese período, que se caracterizaría por una política fascista y represiva, tuvieron lugar atrocidades de todo tipo en nombre del mantenimiento de un orden artificial e impuesto desde fuera. Ni siquiera las fuerzas del eje reconocían el Estado formado en Grecia -tampoco los Aliados-, conservándolo sólo como un férreo dispositivo para aplacar las posibles tensiones y levantamientos que pudieran tener lugar en la península griega. Entre otros gestos brutales, durante este período se llevó a cabo un Holocausto tan despiadado como el llevado a cabo en otros territorios de ocupación Nazi: se marcó a los judíos, se sitiaron sus barrios, se destruyeron sus cementerios y se les deportó en masa hacia Auschwitz y Treblinka, donde morirían dentro de campos de exterminio. Pero no sólo. Cuando los griegos comenzaron a organizarse en un Frente de Liberación (que agrupaba tanto a la izquierda comunista -el ELAS- como a una ambigua derecha insurrecta -EDES y EKKA-), el gobierno colaboracionista de Ioannis Rallis, uno de los sucesores de Tsolakoglou, creó los Batallones de Seguridad, una fuerza paramilitar que actuaba como policía del orden fascista. La situación en Grecia era prácticamente de guerra, y la crisis económica que acuciaba al país desde años antes agravaba aún más las terribles condiciones de la contienda. En esta ocasión, y dentro del marco de una lucha de liberación, los sentimientos nacionales del demos griego jugaron un papel esencial: había que expulsar a las fuerzas que dividían la nación, expulsar a aquellos que oprimían al pueblo.

Es obvio que realizar una comparación inmediata de la actualidad griega con las condiciones de la Segunda Guerra Mundial, sin dar muchos más argumentos, es un error. Pero no lo es tanto cuando sondeamos el malestar griego, cuando nos acercamos al sentimiento de pérdida del control de un país en manos de un nuevo "gobierno artificial", un gobierno que ha dejado de poseer legitimidad para muchos y que sólo obedece mandatos externos: los del capital europeo, las agencias de calificación y el FMI. La alusión a Tsolakoglou, exagerada desde una perspectiva histórica, adquiere relevancia cuando analizamos la impotencia democrática e institucional del pueblo griego. "No es un suicidio, es un asesinato" o la alusión a la "traición" de la carta del ciudadano griego, son vividas por muchos en el mismo sentido que una política de ocupación, ya que el ejercicio popular de la democracia ha quedado en gran medida suspendido, permitiendo que el capitalismo ponga en práctica en suelo heleno las más bárbaras de sus "prácticas canibalísticas". Y es que la severa acumulación por desposesión que el "eje" franco-alemán ha impuesto a su periferia más próxima, a los países del "sur" de Europa, lleva el camino de convertirse en el mayor gesto de violencia colectiva realizado por las políticas neoliberales de la UE en lo que va de siglo. Habría que desengañarse de una vez, quitando al término "crisis económica" todas las connotaciones naturales que el vocabulario liberal y los medios de comunicación tienden a darle; una crisis como la que vivimos no es un "seísmo", ni un "terremoto financiero", tampoco es un "ciclo decreciente" sin más o una "tormenta pasajera" de la que pronto -no se sabe cuando- veremos "brotes verdes". Una crisis como la que vivimos sólo puede enmarcarse en una ofensiva de clase más amplia, aquella que el capital -en su faceta neoliberal- lleva desplegando contra la población y las organizaciones obreras desde mediados de los años 70 del siglo pasado. Los casos de Inglaterra y Estados Unidos son, en esta misma línea, ejemplos históricos del camino hacia el que podrían moverse los pueblos europeos, perdiendo en dicha senda todas y cada una de las conquistas derivadas de los "pactos" entre capital y trabajo. Es necesario, por tanto, "historizar" la crisis ante tantas estrategias de naturalización de la misma, estrategias que sólo buscan evadir responsabilidades políticas, normalizar una forma de dominación económica y, al mismo tiempo, justificar unas severas condiciones de explotación bajo el nombre de "medidas de contención del gasto público". Una nueva máscara para un nuevo proceso de acumulación.


Acumulación y Deuda


Autores como David Harvey han puesto de manifiesto, a lo largo de su obra, como la dinámica del capitalismo, cuando comienza a perder su capacidad para generar beneficios, acaba por incurrir en "prácticas caníbales", devorando cada vez más esferas de la vida humana en pos de hacerlas rentables. Hoy en día, en pleno post-fordismo, hemos visto como se han producido, y siguen produciéndose, nuevas prácticas de expropiación que se sitúan a la misma altura que las leyes inglesas de destrucción de los terrenos comunes de los siglos XVIII y XIX, las "célebres" Inclosure of commons bill y Clearing of States Bill. Leyes que permitieron la aparición del proletariado industrial y que, hoy día, bajo otro nombre y en otro tiempo, permiten ampliar las condiciones y fuentes de explotación de una multitud global. La destrucción del derecho laboral, la sanidad pública y la educación en los países del sur de Europa sólo pueden pensarse dentro de un nuevo ciclo de acumulación del capital. Un capital que, arrastrado por su elitismo financiero, ya no necesita de fuerza de trabajo industrial en sus economías más desarrolladas y, por tanto, puede atomizar a sus propios trabajadores, limitando su libertad y transformándolos en empresarios de sí mismos. El neoliberalismo, gracias a este proceso, busca lograr uno de sus sueños anhelados: reducir la política y los derechos sociales a su mínima expresión, convirtiendo todas las formas de libertad al paradigma del consumo. No se trata de otra cosa más que de reducir el significado de la palabra "libertad" al término "rentabilidad", destruyendo por el camino las formas de vida de millones de personas.

Hablamos de Grecia, pero España, Portugal e Irlanda no están lejos de sufrir una convulsión similar gracias a la violencia de la deuda externa. Y es que la deuda, igual que la crisis, no es algo cuyas causas se deban solamente a la "poca previsión" de un país, a una economía en recesión o, simplemente, a la poca responsabilidad de los gobernantes. La deuda se ha convertido hoy día en un dispositivo de poder económico-político que obedece netamente a intereses privados y hegemónicos dentro del horizonte capitalista. Un dispositivo capaz de someter a poblaciones enteras. Una agencia de calificación, la responsable de valorar y emitir el estado de la deuda externa de los países, decide que nación posee las mejores y las peores condiciones de deuda, de modo que, según estas evaluaciones, pueden creársele problemas totalmente artificiales de endeudamiento a una nación. La valoración modifica los intereses de venta de la deuda, de modo que una mala valoración genera unos altos intereses a la hora de poner la deuda externa en venta, algo que puede reducirla -como sucediera en el caso Moody's - Portugal- al rango de "Bono Basura". Nadie querrá comprar una deuda de alto riesgo, ya que el país puede declararse rápidamente en suspensión de pagos, por tanto tendrá que subir sus intereses para venderla (algo que incrementa la debilidad de la economía del país, que puede verse mucho más comprometido). Ahora bien, si tenemos en cuenta que las principales agencias son privadas y están financiadas por bancos, nos damos cuenta de que las deudas, lejos de ser un problema de la economía de un país, son un mecanismo de inducción de crisis y de destrucción de derechos sociales, un proceso que los ideólogos "neocon" presentan como necesario en pos de saldar el adeudo contraído con instituciones financieras u otras naciones. Pero el problema de la deuda es mayor. Para empezar, porque la deuda externa en sí misma -compuesta por una parte pública y otra privada- ha jugado, desde los inicios de la crisis, en favor del capital financiero y de mantener la estabilidad del capitalismo internacional. Es falso que los países endeudados tengan una "terrible deuda" que para ser cubierta haya de asumir "grandes recortes"; recordemos las estrategias de las diferentes naciones europeas a la hora de "superar" la crisis: financiar instituciones financieras al borde del colapso con dinero público, derivando gran parte del PIB al mantenimiento de un equilibrio precario. Una serie de iniciativas que, como hemos visto, han fracasado. El caso de España, después de Grecia, es más que significativo: teniendo un gasto social por debajo de la media Europea, se nos dice que hemos de recortar nuestros derechos porque "hemos vivido por encima de nuestras posibilidades", haciendo recaer en las clases sociales más vulnerables y con menos ingresos el peso de una deuda que es en su mayoría privada. Si a ello le sumamos el problema de las agencias -la mayoría estadounidenses-, tenemos un sistema de perpetuación de la desigualdad mundial que, además, podrá inducir crisis y problemas económicos "a la carta". Pero todo está, por supuesto, montado sobre la base de las contradicciones fundamentales del capitalismo.

Los nuevos procesos de acumulación, que buscan nuevas fuentes de riqueza que explotar, están encaminados al pago de las deudas, algo en consonancia con la ideología neoliberal de la "austeridad", a la que no le importa someter a los pueblos a la miseria con tal de que las cuentas de las élites mundiales obtengan beneficios.


Grecia, otra vez


La carta de Dimitris Christoulas, llena de rabia y frustración, no erraba el tiro al manifestar sin ambigüedades una de las nuevas facetas del poder del capital: una dominación económica inmediata, capaz de poner en tela de juicio la soberanía política de una nación y una democracia instituida por un nuevo "gobierno de ocupación", la llamada troika (BCE, UE y FMI). Su alusión a los levantamientos del Frente de Liberación Griego, que acabó expulsando a los "traidores" y a los ejércitos de ocupación no es tampoco un gesto sin importancia. La conflictividad civil, que aumenta por momentos, podría llegar a estallar de manera mucho más directa, abandonando las tácticas de guerrilla urbana por otras formas de acción más organizada en nombre de la justicia social y una democracia vendida y pisoteada. Veremos como se desenvuelven los acontecimientos.

Se habla, ahora, de que la tasa de suicidios en Grecia ha aumentado. De que la crisis, desde sus efectos más globales a los más cotidianos e íntimos, tiene la capacidad de inducir la muerte. El caso de Christoulas ha hecho que los medios vuelvan la mirada a esas cifras, una muestra más de la verdad que portaban las pancartas de los manifestantes en Salónica y Atenas: "No es un suicidio, es un asesinato". Sin embargo, habría que acudir también a las cifras de todas las personas en situación de vulnerabilidad y pobreza, a todos los afectados por la crisis en Grecia para hacernos una mínima idea de que está sucediendo allí y cuales pueden ser los próximos pasos de la política en España. También habría que ver como los movimientos sociales en España y sus sindicatos -con una credibilidad severamente dañada- son capaces de encarar todo lo que se nos viene encima desde la UE. Ojalá no haya otro Dimitris Christoulas que vuelva a hacernos mirar nuestro presente con tanta indignación. Con tanta impotencia. Pero por suerte o por desgracia, como decía una antigua maldición china, vivimos tiempos interesantes. Abiertos tanto a lo mejor como a lo peor. Habrá que caminar hacia lo mejor en común, poniendo fin a la barbarie del capitalismo.


Mario Espinoza Pino